
DOÑA ROSA
por Jorge “Kapi” Bustos Aldana
2002
Era un Zihuatanejo tan pequeñito, que no le fue difícil ser un paraíso. Dormitando a la vera de la dulce bahía que le es tan propia, soñaba en los poco que le era necesario soñar.

Una playa de arenas grises, del color del basalto, se delineaba suavemente en una casi parábola, desde la barra de La Boquita, hasta otra, su hermana, la de Las Salinas. Era el descanso de la onda marina que entraba por La Bocana y delicadamente moría en la vieja playa haciendo sisear las arenas y tras el morro de las Escalerillas, tan modificado hoy, escondía sus magias aquel pueblecito recoleto de la vista de los tripulantes de los buques que navegaban frente al puerto.
Se reclinaba entre su playa y las dos casi únicas calles con las que contaba: la de Juan Álvarez y la entonces breve de Cuauhtémoc. La de Juan Álvarez limitaba a las casas de la playa por el Norte; la otra era la puerta del poblado, la que resolvía en aquel incipiente que iba a Acapulco, despidiéndose en La Curva, hoy también desparecida. Era la rúa comercial en donde despachaban sus cosas de vestir, trabajar y comer: doña María Landa, doña Beatriz Peña de Rodríguez, don Juan Ayvar, doña María Pineda, don Rodolfo Campos, las queridas Landitas y don Salvador Espino. La Fama, efímera casa de compra-venta de semillas. En otros sitios, algunas tiendas, como la Tienda Irma, de doña Griselda Nuñez que vendida por su propietaria, se convirtió en un restaurante que logró fama y que hoy parece ya tener una triste historia.

La playa, la Playa del Puerto, como me dijo don Darío Galeana llamaron los vecinos del lugar a “su playa” y la que parece ya no se denomina así, ofrecía en realidad sus límpidas aguas a los porteños. En ella había cosas y sitios inolvidables: los amates, el de junto al viejo y desaparecido Hotel Belmar de Pablito Resendiz que pregonaba su fresca umbría… el Palacio Federal, hoy un museo o intento satisfactorio de museo… las rocas de La Boquita, sitio en que todos nos tomamos fotografías… y la casa de don Fernando Bravo, aquella rústica y breve casita en donde se alojaba la oficina de Telégrafos Nacionales, cuyo titular fue por años el propio don Fernando.

Aquella casa se localizaba en donde hoy se encuentra el edificio que aloja las oficinas de la presidencia municipal (ahora el Restaurante Daniel), a la vera de la playa y, limitante con la calle de Juan Álvarez, era el excelente parque de juegos de los niños.
Allí residía don Fernando y doña Rosa, su esposa y en donde correteaban a su muy apropiada edad, las entonces tres hijas del matrimonio Rosita, Socorro y Lupita; Fernando llegó a este mundo un poco después, pero también en esta casa.
Doña Rosa era la preciosa compañera de don Fernando. Ella, una guapa señora con el aire norteño tan significativo, casó con el joven telegrafista Fernando Bravo, originario de Petatlán, en uno de esos viajes que hacían con tanta frecuencia los empleados de telégrafos en aquellos ya lejanos años del ya, “México de mis recuerdos”.
Conocí mucho tiempo a esa hermosa familia que siempre tenía su puerta abierta. La casa modesta, sí; pero la playa que extendía inmediatamente a las puertas que daban al sur, la más deseada ilusión y el mejor recreo de los niños. Al frente, hacia la calle, una explanada amplísima que, sin riesgo de paso de vehículos, también daba a los chicos una gran seguridad, ya que los automóviles que circulaban en el pueblo no llegaban a cinco, y cuando se aproximaban el ruido del motor se escuchaba conservadoramente a trescientos metros de distancia.
Doña Rosa fue siempre activa: aquella actividad fue proverbial y no había acción social en la que ella dejara de intervenir de manera determinante.
Recuerdo aquel Día de la Marina de 1953, fecha en la que ella y sus múltiples amistades organizaron la fiesta, con banquete y todo, en el Palacio Federal (no la casa de piedra como irreverentemente la llaman a ese edificio cuya historia es interesante en la vida de Zihuatanejo). El buque que visitó este puerto, en esa fecha, fue el SOTAVENTO, el Yate Presidencial y a cuyo bordo viajó el almirante, don Mario Rodríguez Malpica, quien invitado al banquete acompañado de capitanes y oficiales y quien agradeció a la gentileza de doña Rosa y sus amigas por aquel festejo inesperado en un lugar como lo era Zihuatanejo.
Los buenos gustos de doña Rosa brindaban las muy especiales cenas de la Navidad, los días 30 del mes de mayo, día de cumpleaños de don Fer, eran oportunidad de deleite culinario que se fabricaba en la cocina de la casa. Y los bailes y fiestas escolares tan frecuentes, siempre contaban con el auxilio de doña Rosa. Además, se animaba a dar auxilio a los graves señores de la política de aquellos días, en las entonces no tan importantes acciones.
Mujer de su casa, ordenada y organizada: educada en un ambiente distinto al del sur de México, pronto supo ser costeña, el hogar, siempre primero y el servicio a la comunidad casi paralelo. Así pensaba la entusiasta sonorense y así actuó siempre. Quiero pensar que ella fue otra sincera enamorada de Zihuatanejo.
Con el correr del tiempo, a las señoras les pareció que el poblado requería de un templo católico. Las damas se reunieron se formó un grupo homogéneo en el cual hacían centro las señoritas que habían tenido la oportunidad de estudiar en Chilapa. Doña Rosa, sin pensarlo mucho, tomó la responsabilidad y aceptó la carga de la construcción del templo.
Don Darío se encargó de conquistar el corazón de don Carlos Barnard y logró el terreno que hoy ocupa el templo de La Lupita.
El ingeniero Eduardo Moncebo Benfield diseño la nave, la cual suponía el menor costo posible. Se obtuvo la material. La cubierta y la madera, los pisos, ventanas y puertas… ¿cómo?, pues doña Rosa su tropilla de señoras y muchachas de aquellos años. Tendieron sus redes de entusiasmo por toda la región y lograron a base de bailes públicos, kermeses, tómbolas, etc., el reunir el dinero… y lo lograron.
Un día de aquellos solemnes de la costa, bajo el inclemente sol tropical, aún sin techo se celebró en Zihuatanejo, en el Templo dedicado a Santa María de Guadalupe, la primera boda: Felipe Torres y Minerva Campos. Inolvidables.

El templo se terminó de construir y el señor Clayton, a través de don Darío, obsequió el primer órgano. La familia Alatorre, los pisos del baptisterio y por fin, Zihuatanejo tuvo su lugar de reunión espiritual, gracias a doña Rosa.

Don Fernando se fue primero. Doña Rosa perdió mucho de su entusiasmo característico con aquella pérdida invaluable. Ahora, también doña Rosa se nos fue. Muchos años han pasado desde aquellos en que se registraron tantos sucedidos, tantas cosas hermosas en aquel Zihuatanejo, mágico y embelesador. El Zihuatanejo de don Salvador Espino, el de don Darío Galeana, el de don Fernando Bravo, de Felipe Palacios, de don Alfredo Gómez, de don Guillermo Leyva, de Máximo Merel, de doña María Ávila, de los hermanos Castro Villalpando, de don Germán Bracamontes, de don Rodolfo Campos, de don Amador Campos Ibarra. El Zihuatanejo de don Juan Ayvar, de Pablito Resendiz y de las aguerridas y alegres gentes de la hoy olvidada Noria… el Zihuatanejo que fue, de doña Rosa Farías de Bravo… doña Rosa.